URGE UN SALARIO MÁXIMO LEGAL
A propósito de todos los debates que suscita, por esta
época, el acuerdo sobre un salario mínimo legal en Colombia que, entre otras
consideraciones, está en una posición media-baja en el ranquin latinoamericano,
a pesar de ser Colombia la tercera o cuarta economía de la región; a propósito
de esos debates, digo, conviene dirigir la mirada en otra perspectiva: su
relación con los salarios máximos que se pagan en el mercado laboral.
Al respecto, impacta leer los resultados de un
reciente reporte de Oxfam Intermón: “…el salario
más alto en estas compañías (las 40 más grandes de España) es en promedio
111 veces superior a la nómina media[1]” (subrayados del
original y paréntesis nuestro). Es decir,
un empleado medio deberá trabajar más de UN SIGLO para percibir el
ingreso que su CEO se embolsa en UN AÑO. Esta proporción sube a 3 y más
siglos en el caso del salario mínimo legal. Y, en Colombia, esas proporciones
alcanzan cifras macondianas.
Seamos honestos: estas cifras no son sorprendentes ni
aberrantes; son inmorales. Corresponden a una sociedad enferma y a un modelo
económico suicida. Aún sin compararlas con las de países de medio y bajo
desarrollo, se encontrará que los debates sobre la remuneración mínima son,
entonces, definitivamente inútiles, para corregir la inequidad. El problema no
es de cifras. Constituyen la sintomatología. Pero la enfermedad es estructural
y sistémica: un modelo económico disfuncional y ya abiertamente patológico.
Desde la revolución industrial, pero más aguda y
abiertamente desde los años 70 del siglo anterior (inicios del neoliberalismo,
ahora transfigurado en capitalismo digital o tecnofeudalismo, según el punto de
vista), nos embarcamos en un modelo económico, cuya base fundacional es la
maximización de rendimientos. Maximización sin límites: ni cuantitativos, ni
éticos, que ya domina todas las esferas de la vida cotidiana de cualquier
ciudadano. Maximización del dinero, de los recursos, del consumo de bienes, de nuestras
necesidades y deseos, de la productividad y el rendimiento, de los beneficios,
del tiempo… Hemos aceptado dócilmente, como supremo mandato social, el
crecimiento sin límites, hasta llevarnos a niveles paroxísticos, en un frenesí
delirante, demencial y suicida. Tenemos, así, al primer billonario de la
historia (léase: un patrimonio personal de más de mil millones de dólares
estadounidenses); mientras que “en 2024,
más de 295 millones de personas de 53 países y territorios padecerán hambre
aguda, lo que supone un aumento de casi 14 millones de personas con respecto a
2023”[2]
y, si agregamos la malnutrición, superamos los 1000 millones. Con el agravante
de que este dramático contraste de cifras, de riqueza y hambre, ambas excesivas
y obscenas, se replica ya en todo el espectro de actividades humanas.
Hemos llegado, así, a una sociedad hiperbólica, de
excesos, caracterizada por la inequidad, la insostenibilidad, el hartazgo y el
cansancio, en la que unas élites degustan los frutos de lo que irónicamente
llaman desarrollo, las grandes mayorías padecen impotentes los costos, mientras
ambas se aturden y aburren terriblemente, en un frenesí de vidas sin sentido.
Esta cruda realidad contemporánea tiene dos caras: la
individual y la colectiva. Empecemos por la individual. Yo me hago una primera
pregunta: ¿tiene sentido esta carrera loca de maximización de todo, sin espacio
para pensar, para contemplar, para el silencio, para el volver sobre sí mismo, para
el disfrute de la naturaleza, para el encuentro tranquilo y eventualmente
amoroso con el otro? ¿Nacimos para embarcarnos en una competencia loca por
lograrlo todo, en el menor tiempo posible, al menor costo posible y con las
mayores ganancias posibles? Por mi parte, me resisto a aceptarlo.
Se me hace inevitable recordar aquí un apartado del
lúcido opúsculo de Ken Blanchard, Administración por Valores. Allí, ficciona
un diálogo entre dos ejecutivos de alto nivel, amigos y confidentes, en el cual
uno le confía al otro su trágica vida de familia y de pareja. Así transcurre el
diálogo:
“Se
hizo un silencio que pareció echar atrás las paredes. Barry insistió:
—
¿Cuándo
fue la última vez que Leslie y tú hablaron de corazón a corazón?
Otra
vez silencio.
—
Me
lo imaginaba - dijo Barry -. Tengo que irme. Al llegar a la puerta, se volvió,
miró directamente a Tom y le dijo:
—
Lo
que a ti te pasa es que estás en una carrera de ratas. Pero recuerda: aun cuando
ganes la carrera, siempre serás una rata”.
Lo siento por las simpáticas y traviesas raticas, dada
la mala prensa que les hemos hecho inmerecidamente.
La contracara es la dimensión colectiva. Veamos. Ya
sentenciaba Serge Latouche, profesor emérito de economía de la Universidad de
París: “quien crea que un crecimiento ilimitado es compatible con un planeta
limitado, o está loco o es economista. El drama es que ahora todos somos
economistas”[3].
Claro: como bien lo dice Manfred Max-Neef: “La economía es un subsistema de un sistema mayor
que es finito, la biósfera; y, por lo tanto, el crecimiento permanente es
imposible”[4]. En conclusión: hemos desarrollado un sistema
económico, y unos estilos de vida, que atentan contra las leyes físicas de la
naturaleza. Estamos literalmente destruyendo el planeta y, de paso, destruyendo
nuestra propia naturaleza humana. De sapiens, hemos devenido en demens.
¿Hasta cuándo será sostenible tamaña locura? Esa es la pregunta contemporánea
fundamental.
Y esa pregunta fundamental nos lleva a otra muy pragmática
y necesaria: ¿qué hacer, entonces? La respuesta, en mi apreciación personal, es
de una simpleza contundente y lapidaria: poner límites. ¿A qué? A todo: al
consumo, al tamaño de las empresas, a la remuneración máxima legal de los
trabajadores, al igual que existen unos mínimos: de supervivencia, de
remuneración mínima legal. Habrá evasiones, como las hay hoy con todo mínimo y
todo máximo legales exigibles. Pero es el mínimo comienzo y avanzaremos, sin
duda. Llegó la hora de poner límites: a la riqueza, a la especulación bursátil,
al desperdicio… A toda esta locura. Y la vía es bien simple: empezar a
legislar, con carácter vinculante, además. A nivel territorial, nacional y
global. Es el principio, igualmente fundacional, del concepto de Economía Doughnut
(dónut = rosquilla)[5]:
el desarrollo dentro de límites, máximos de responsabilidad y sostenibilidad, y
mínimos de dignidad y seguridad.
Es que hemos olvidado un principio elemental de la
física: el planeta, la vida, todo tiene límites. Y sobrepasarlos es
irresponsable, pues pone en riesgo nuestra propia vida y la del planeta. La
ciencia nos informa que el año anterior ya sobrepasamos el séptimo de los 9
límites planetarios documentados[6]. En otras palabras: nos
hemos colocado irresponsablemente AL BORDE DE LA EXTINCIÓN PLANETARIA. ¿Las
causas? Obvias: antropogénicas todas. El perverso modelo económico y el
delirante estilo de vida que echamos a andar sin medir sus consecuencias. Y
seguimos parloteando tonta e irresponsablemente por las redes sociales, sin
siquiera percatarnos. O, irresponsablemente llevando el planeta y la sociedad a
límites intolerables, por la ambición ciega y torpe de acumular riqueza. ¿Para
qué? ¿Tiene sentido? Vale preguntar: ¿cuándo se impondrán la sensatez, la
mesura y el sentido natural? ¿El elemental sentido de especie y humanidad?
En conclusión:
Detrás de la tacaña, anecdótica y parroquial discusión
por la cuantía de una suma de retribución mínima mensual para los trabajadores
colombianos, realmente se oculta una realidad inmensamente más dramática que,
si no encaramos con inteligencia y decisión en las próximas décadas, puede
conducirnos al colapso de la civilización. Por el momento, estamos ya “en rumbo
de colisión”. Pero, para encarar estas incómodas verdades, necesitamos líderes
con talla de dirigentes, y de dirigentes de nueva cultura. Pero dudo seriamente
de que los tengamos.
RAMIRO RESTREPO GONZÁLEZ
Diciembre de 2025
[1] Oxfam Intermón. Las grandes empresas
disparan las desigualdades. Diciembre 16 de 2025. Ver ACÁ
y ACÁ.
[2] OCHA (oficina de Naciones Unidas, para
asuntos humanitarios). Informe Mundial sobre las Crisis Alimentarias (GRFC)
2025. Ver ACÁ.

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