“El mundo es suficientemente grande para satisfacer las necesidades de todos, pero siempre será demasiado pequeño para la avaricia de algunos”
Ghandi
Desde 1987, a partir del conocido Informe Brundtland, se empezó a hablar de sostenibilidad. Desde entonces, el concepto no ha parado de madurar y desarrollarse. Por lo que la pregunta natural que surge es: ¿debemos abandonar el concepto de competitividad y empezar a hablar de sostenibilidad?
Las respuestas están siendo múltiples y pueden catalogarse en tres:
1. AFERRARSE al concepto de competitividad, como valor supremo en la gestión de las organizaciones y en la gestión pública. A esta escuela pertenecen los aficionados a formular MEGAS (metas grandes y ambiciosas) para sus organizaciones. A esta escuela igualmente pertenecen los que siguen aferrados al PIB como medida del desarrollo, escuela a la que pertenecen casi todos nuestros ministros de economía y hacienda, lo cual quizás sea una de las necesarias explicaciones para nuestro subdesarrollo y nuestras crisis.
2. CONCILIAR ambos conceptos o, por lo menos, intentarlo. A esta escuela pertenece el Premio Nacional –colombiano- a la Excelencia y la Innovación en la Gestión –NEIG, por su sigla en castellano-. En efecto, entre los resultados esperados de la organización, este premio combina: competitividad, sostenibilidad y creación de valor para los grupos sociales objetivo (ver Gráfica anexa –doble clic para editar y ampliar-). A esta escuela pertenecen además autores de libros como “Competitividad Sostenible”, el cual cayó recientemente en mis manos y cuyo autor prefiero omitir.
3. ROMPER PARADIGMAS y asumir que el concepto de competitividad se quedó corto, por lo tanto caduco, para responder a los gigantescos y urgentísimos desafíos que el planeta y la sociedad contemporáneos están planteando a las organizaciones y los estados. En esta escuela estamos alineados cada vez más adeptos para quienes la SOSTENIBILIDAD es el único imperativo colectivo verdaderamente relevante en el presente siglo.Ghandi
Desde 1987, a partir del conocido Informe Brundtland, se empezó a hablar de sostenibilidad. Desde entonces, el concepto no ha parado de madurar y desarrollarse. Por lo que la pregunta natural que surge es: ¿debemos abandonar el concepto de competitividad y empezar a hablar de sostenibilidad?
Las respuestas están siendo múltiples y pueden catalogarse en tres:
1. AFERRARSE al concepto de competitividad, como valor supremo en la gestión de las organizaciones y en la gestión pública. A esta escuela pertenecen los aficionados a formular MEGAS (metas grandes y ambiciosas) para sus organizaciones. A esta escuela igualmente pertenecen los que siguen aferrados al PIB como medida del desarrollo, escuela a la que pertenecen casi todos nuestros ministros de economía y hacienda, lo cual quizás sea una de las necesarias explicaciones para nuestro subdesarrollo y nuestras crisis.
2. CONCILIAR ambos conceptos o, por lo menos, intentarlo. A esta escuela pertenece el Premio Nacional –colombiano- a la Excelencia y la Innovación en la Gestión –NEIG, por su sigla en castellano-. En efecto, entre los resultados esperados de la organización, este premio combina: competitividad, sostenibilidad y creación de valor para los grupos sociales objetivo (ver Gráfica anexa –doble clic para editar y ampliar-). A esta escuela pertenecen además autores de libros como “Competitividad Sostenible”, el cual cayó recientemente en mis manos y cuyo autor prefiero omitir.
Quienes tratan de conciliar competitividad y sostenibilidad demuestran estar empezando a entender la ruptura conceptual que se está dando, sin lugar a dudas. Pero omiten analizar un asunto de fondo sumamente relevante. Y es que las bases conceptuales de la competitividad son radical y diametralmente opuestas a las de la sostenibilidad. Por lo tanto, resulta un esfuerzo vano intentar conciliarlas. En la gráfica anexa (doble clic, para editar y ampliar), hago un brevísimo esquema de las mismas y el lector podrá sacar sus propias conclusiones.
Esta reflexión es particularmente pertinente en este momento, pues en 2012 se cumplen 300 años del modelo industrial de desarrollo, que se inició justo en 1712 cuando el señor Thomas Newcomen puso en funcionamiento el primer motor de vapor. Estas tres centurias, sin lugar a dudas, nos han dejado un gigantesco legado por su capacidad para producir riqueza económica, apalancada en el desarrollo tecnológico y científico. Pero igualmente nos ha llenado de brechas que, a estas alturas de la historia, se han tornado insostenibles, por lo que las bases mismas del modelo empiezan a flaquear. Tres herencias negras tendremos qué gestionar en el futuro cercano si queremos vivir en sociedades estables y con futuro cierto:
La gigantesca depredación ambiental, que está quebrando la resiliencia de todos los ecosistemas, agotando todas las fuentes de recursos y saturando todos los vertederos, con los consiguientes riesgos para la biodiversidad, la salud, la nutrición y el bienestar de los seres humanos.
La gigantesca brecha social, que está produciendo ricos cada vez más ricos y pobres cada vez más pobres. Y aclaro que no me tranquilizan las cifras oficiales sobre la reducción de la pobreza y el probable cumplimiento de la meta del milenio de reducir a la mitad los índices de pobreza de 1990. Esta será una discusión aparte.
Y los gigantescos desequilibrios económicos, que ha generado una economía cada vez más especulativa y menos asociada a las necesidades humanas reales. A este respecto, anotaba Jordi Pigem, en su reciente libro “Buena Crisis”, cómo ya el 98% de las transacciones económicas que se realizan actualmente en el mundo son de tipo especulativo, es decir, dirigidas a producir ganancias oportunistas y no a satisfacer necesidad humana alguna.
Es el panorama que nos ha legado una historia económica hipercompetitiva, de la que ya no podremos esperar cosa diferente a crisis sistémicas, cada vez más severas, cada vez más frecuentes, cada vez más globales. Estamos a tiempo, por fortuna, pero hay demasiada corrupción y demasiados intereses particulares de por medio. ¿Se impondrá la sensatez, la capacidad reguladora de los estados o la indignación de la sociedad civil? ¿O una mezcla de todas ellas?
La gigantesca depredación ambiental, que está quebrando la resiliencia de todos los ecosistemas, agotando todas las fuentes de recursos y saturando todos los vertederos, con los consiguientes riesgos para la biodiversidad, la salud, la nutrición y el bienestar de los seres humanos.
La gigantesca brecha social, que está produciendo ricos cada vez más ricos y pobres cada vez más pobres. Y aclaro que no me tranquilizan las cifras oficiales sobre la reducción de la pobreza y el probable cumplimiento de la meta del milenio de reducir a la mitad los índices de pobreza de 1990. Esta será una discusión aparte.
Y los gigantescos desequilibrios económicos, que ha generado una economía cada vez más especulativa y menos asociada a las necesidades humanas reales. A este respecto, anotaba Jordi Pigem, en su reciente libro “Buena Crisis”, cómo ya el 98% de las transacciones económicas que se realizan actualmente en el mundo son de tipo especulativo, es decir, dirigidas a producir ganancias oportunistas y no a satisfacer necesidad humana alguna.
Es el panorama que nos ha legado una historia económica hipercompetitiva, de la que ya no podremos esperar cosa diferente a crisis sistémicas, cada vez más severas, cada vez más frecuentes, cada vez más globales. Estamos a tiempo, por fortuna, pero hay demasiada corrupción y demasiados intereses particulares de por medio. ¿Se impondrá la sensatez, la capacidad reguladora de los estados o la indignación de la sociedad civil? ¿O una mezcla de todas ellas?
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